De cómo perder la guerra

. lunes, 26 de enero de 2009

Epigenio Ibarra. Viernes, 16 Enero, 2009. Milenio
En la guerra no hay peor consejero que el miedo, ni tiene mejor aliado la derrota que la estupidez. El peor general es siempre el político ávido de resultados inmediatos y el más torpe de los estrategas su propagandista de cabecera. Sólo a quienes espanta más el estampido de un fusil que el silbar de una bala, es decir a gente que no tiene ninguna experiencia de combate y que ha visto demasiadas películas, se le puede ocurrir, porque no saben nada, porque no entienden de armas, ni de su uso, ni del peligro que representan, ni de la responsabilidad que implica portarlas, entregar granadas de fragmentación a policías y sin embargo a eso vamos; a apagar el incendio que nos consume con gasolina.
¿Qué piensan la Secretaría de la Defensa Nacional, la PGR, el CISEN de esta locura? ¿Quién se habrá de hacer responsables cuando los cuerpos desgarrados de victimas inocentes queden regados en la calle?
Que hay que combatir al narco con decisión y con eficiencia está fuera de discusión pero hay que hacerlo con inteligencia, responsabilidad y siempre dentro del marco de la ley y con respeto irrestricto a los derechos humanos. Ciertamente y ante la escalada armamentista del crimen organizado hay que mejorar el entrenamiento y el poder de fuego de las fuerzas del orden. Esto no puede hacerse sin embargo de manera tan brutalmente irresponsable. Un factor determinante de la victoria será siempre diferenciarse del enemigo sobre todo cuando este, como es el caso, procede de manera tan artera, indiscriminada y criminal.
El brazo armado del Estado no puede y menos en una situación tan extremadamente delicada como la que vivimos ponerse a soltar bombas, como lo hacen los narcos, a diestra y siniestra. Es de cobardes y terroristas hacer uso de explosivos. ¿Si aquí todo el mundo lanza granadas y expone a la metralla a la gente inocente, quién, a los ojos de esa gente, será el delincuente y quién el policía?
Las granadas de fragmentación sirven sobre todo para asaltar posiciones; para reventar trincheras y fortificaciones. También se usan para detener, en circunstancias muy especificas, el avance de una fuerza enemiga concentrada. Eso hicieron los narcos en Sinaloa hace unos meses cuando una patrulla de la PFP, con táctica policial, se acercaba a una casa de seguridad. Iban los agentes en columna cerrada; al estallar la granada mató de un solo golpe a ocho de ellos. Los narcos huyeron. Someterlos no implicaba, sin embargo, entablar con ellos un duelo de granadazos sino cambiar el procedimiento de aproximación.
Quien lanza la granada, además de estar bien entrenado y sometido a un mando que establece la cadencia y el poder de fuego de acuerdo a reglamentos, a una doctrina, a una visión táctica e integral de lo que está sucediendo en el combate, debe ponerse a cubierto de inmediato pues aun a muchos metros de distancia puede él mismo ser alcanzado y herido mortalmente por las esquirlas.
¿Qué policía en el país tiene ese entrenamiento, esa experiencia, ese rigor? ¿Cuántos entre esos miles de efectivos serán capaces de mantener una estricta disciplina de fuego en medio del fragor de un combate callejero y de medir las consecuencias de sus actos si tienen una granada salvadora –o eso creen ellos– colgada en el arnés?
Las granadas no tienen órganos de puntería; no pueden colocarse, con la precisión milimétrica de una bala, en el corazón del enemigo. Son armas que matan a mansalva, indiscriminadamente. Armas tontas pues, que en este caso, además. Han sido entregadas por estúpidos.
Cuando el Ejército salió a la calle con blindados y montó en ellos lanzagranadas automáticos los narcos compraron fusiles calibre 50 para penetrar blindajes y granadas de fragmentación. Se hicieron también de bastones chinos RPG7 y de cohetes antitanque de otras características pero igualmente certeros para detener a las tanquetas. ¿Qué señal se les está enviando con esta nueva adquisición? ¿Hasta dónde y cómo se pretende que escalen –porque eso habrá de suceder necesariamente- su poder de fuego los capos?
¿Cuántas de esas granadas entregadas a policías mal pagados, mal entrenados, peor dirigidos y que no han pasado los más elementales controles de confianza habrán de caer en manos de los narcos o de los secuestradores o de los criminales comunes? ¿A qué se aspira con esta medida: a popularizar el uso de los explosivos? ¿A acelerar una derrota, que inmersos en la dialéctica del traidor, se antoja a quienes conducen la guerra ya un hecho irremediable? Alguien tiene que detener esta barbaridad.

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